Imagen de Eduardo Naranjo |
No se recuerdan los días, se recuerdan los momentos
Ella recuerda
lo poco que antes le costaba recordar.
Cuando era niña,
se quedaban tatuadas en su piel
las palabras que más dolían.
Jamás olvidaba las miradas
que la hacían tan pequeña
ni el cuento que le leían por la noche.
Tampoco
el diálogo que mantiene un niño
con
el árbol de un bosque inventado.
Recuerda el beso
que cada día le daba a su padre
cuando éste llegaba de trabajar.
Se ve caminando hacia la puerta,
siente sus mejillas,
su sonrisa,
a las siete de la tarde,
a las siete en punto.
Escucha todavía el sonido de la llave
asomándose por la cerradura.
Pero ahora le duele
la sombra de aquel día;
cuando ella decide que ya es mayor.
Ese día en que se avergüenza
del beso diario,
de la burla de su amiga,
de correr hacia el pasillo.
Hoy le persigue la sombra
de correr hacia el pasillo.
Hoy le persigue la sombra
de aquel día;
cuando ella decide dejar de besar
a su padre cada tarde.
No recuerda,
no sabe,
lo que pudo sentir él.
Qué sucedió en ese instante
en que la puerta se abre y no hay nadie.
Ese final de las bienvenidas con sonrisa,
de la infancia con
abrazo.
Las llegadas de su padre
convertidas en sinsabor.
¿Alguna vez él comprendió
que ella con once
años fue mayor?
¿Alguna vez su padre
echó de menos la costumbre?
Ella se detiene
en el no recuerdo de lo imaginado.
No sabe dónde guardó el paraguas;
pierde a menudo las llaves,
el mechero,
la templanza.
En esta tarde lluviosa
le gustaría más que nunca
abrir la caja de los recuerdos de su padre
aunque el precio a pagar,
fuese olvidar el suyo.