martes, 3 de diciembre de 2019

MUJER ÁRBOL




(le pido al bosque que la magia perdure hasta nuestro próximo encuentro) 

Cada vez que tenía que tomar una decisión importante, pedía consejo al bosque. Confiaba en la sabiduría de las encinas, en la experiencia de las piedras que forman el camino y en la buena energía que depositan los pájaros en cada vuelo.
Se escondía durante días, tal vez una semana, desnuda, sin nada que le perteneciera y sin obligaciones. El viento arrastraba las dudas, removía emociones y las colocaba sin intervención humana, tal y como estaba acostumbrado a hacer con la hojas. 
Llevaba años sin acercarse al Gran Árbol; la ocasión requería un encuentro. 
Debía acariciar su gruesa corteza y contarle cuentos capaces de sacarlo de su letargo. El momento que atravesaba necesitaba urgentemente su despertar. Era el único que podía comunicarse sin palabras, el único capaz de vislumbrar el futuro y retocarlo para evitar una catástrofe.
Caminó en su búsqueda durante horas y lo abrazó. Sus brazos se volvieron minúsculos y no consiguió abarcar su enorme tronco. Se quedó muda. Se sentó en su regazo y en silencio, conversaron durante varias noches. 

Él le habló de su miedo al fuego, de su necesidad de agua, de la tierra que protege sus raíces y de su amigo el viento que le acaricia donde ninguna mujer alcanza con sus manos.
Protegida, se avergonzó de su debilidad tanto como de sus absurdos problemas.

Calló y borró sus cicatrices frotándolas suavemente con las yemas de los dedos mojadas en rocío. Pensó en la comodidad de sus botas y las arrojó al valle. Nunca fueron capaces de disfrutar de los arañazos que dibuja la hojarasca en la planta de sus pies.
Olvidó todos los días de la semana y se tumbó en el suelo.

Afiló un pedazo de corteza del árbol y lo adentró en su brazo. La sangre resbalaba formando riachuelos calientes en su cuerpo. Apretó con fuerza mientras giraba la punzante arma que se abría camino a través de la carne.
Se regocijó en el intenso escozor y regó las raíces del Gran Árbol con sangre hasta que la extrema palidez de su piel la avisó del inevitable desmayo.
El Árbol bebió, sumergido en un placer inmenso.

Sus raíces la poseyeron mientras consumían las últimas gotas del líquido espeso que pagó por cada lección tatuada en los círculos del grueso tronco. Una delicada lluvia limpió los restos del ritual y ella se fundió con el árbol mientras sus secas extremidades se transformaban en fuertes ramas. 
Y así, sin necesidad de ser viento, acarició esos rincones del árbol donde ninguna mujer había llegado.

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