Al dolor no hay que prestarle atención. Hablo del dolor físico claro, al dolor emocional hay que permitirle que nos atraviese, que no se enquiste, por favor.
Observo a muchas personas en yoga que se tocan la lesión, la contractura, la operación, que se retuercen un poco para que la molestia se note. Toda la mirada va a ese rincón insano, la atención viaja hasta un “no puedo” pronunciado por la mente más engañosa.
Hace mucho tiempo, tanto que tengo que recurrir a mis gafas de lejos, estuve dieciocho meses de baja. Es el tiempo máximo, después tienes que pasar por un tribunal y recibes cartas que acojonan y piensas que quizá no estés preparada, que quizá te den esa cosa que tantos buscan pero yo jamás, y que se llama “incapacidad”. Esos días de papeleos exasperantes sueles detenerte en todo lo que no puedes hacer.
Yo pasé el tribunal y claro, salí con el sello en la frente de “capacitada”, ya había pedido mi alta voluntaria en la rehabilitación porque sabía que como dice Serrat “se hace camino al andar” y una en casa, en la camilla, en la silla, en la bici estática, lo que se dice andar… no anda.
Claro que alguna vez algo molesta, invento metáforas como que parece que mi músculo ha descendido un escalón, o que mi energía se ha hecho un nudo en el punto exacto que queda entre tornillo y arandela y busco ese manual precioso que titulo “el arte del disimulo, o del fingir o de lo que sea”. Entonces hago como que no molesta, y sigo con mi mirada en el espejo, sin gestos, sin arrugas en el alma, peinada para una partida de póker.
Al dolor no hay que prestarle atención.
Alguien me contó que su vida sexual es apasionante porque de adolescente jugaba con sus amigas a fingir orgasmos.
La vida es puro teatro.
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