Imagen de José Ignacio Aranda Miruri |
La bondad es la única inversión que nunca falla.
Thoreau
Plácido sonreía solo a medias, subía su fino labio superior, algo torcido, al tiempo que sus ojos se volvían más pequeños y brillantes, sin hacer ruido.
Sonreía a
medias, en silencio, tímidamente; pero a los que lo queríamos, nos bastaba.
A veces
escuchaba copla, pero jamás movía ninguno de sus pies al compás, ni cabalgaban
sus dedos en la mesa al escuchar el sonido de la guitarra. Solamente sentía la
música, en reposo. Le gustaba; aunque no lo demostrase con
ningún gesto. No conocía la pasión, ningún motor le movía a hacer locuras.
Es
posible que sus paseos por el campo, el
cultivo de frutas y verduras y su perra Nona, fueran los únicos capaces de
acelerarle la respiración y de hacerle cosquillas en el alma. Quizá, no siempre fuese así. Cuentan que en otro tiempo,
retumbaban sus carcajadas y salían truenos de sus enfados. Pero yo lo conocí templado y algo triste.
Plantaba
pimientos, tomates, habas y melones. Al recogerlos se dibujaba una bella curva
en la comisura de sus labios hasta que aparecía su compañera, Eris, diosa de la
discordia.
Si
hacías algo que no era de su agrado te miraba mostrando algo similar al
desprecio, sin decir palabra alguna. Sabía provocar incomodidad. Pasado ese instante volvíamos a ver en Plácido un susurro de
calma, sin acentos ni curvas. Su vida
era una línea recta, trazada con pulso firme.
En
algunos momentos le habría encantado adentrarse en las fiestas del pueblo, charlar con euforia
tras tomar algunos vinos e incluso bailar…
pero no sabía cómo hacerlo.
Plácido
recorría todos los días el camino largo, hasta el final, y regresaba con su
sonrisa a medias y sin un ápice de fatiga. Nona movía el rabo de izquierda a
derecha, respirando aceleradamente. Saltaba, ladraba y lanzaba su alegría por
el campo orgullosa de que su dueño siempre eligiese el sendero que iba a
ninguna parte.
Eris lo
esperaba para explicarle una vez más que los paseos demasiado largos son una
pérdida de tiempo y le mostraba los siete relojes del cuarto de la prisa. Todos
se habían puesto nerviosos por culpa de su caminata y ya no habría tiempo. No
habría tiempo para algo.
Plácido
casi se entristecía y se iba a su sillón orejero a pensar un poco hasta el
almuerzo.
Le
gustaba quedarse sordo ante los sermones de Eris, dejar que su mirada se fijase
en un punto lejano hasta no ver nada, pausar sus manos sobre sus rodillas hasta
dejar de sentir la áspera tela de su pantalón tejano. Le gustaba callar y comprobar que Nona
comprendía los silencios.
Sus
conversaciones con Eris cada vez eran más escasas. Las palabras se fueron
transformando en gruñidos y jamás se miraban a los ojos. Preferían observar el
suelo y criticar al otro, siempre que no
estuviese presente.
Pronto
Eris dejó de abrir la puerta a los amigos de Plácido y éste se limitaba a
quejarse en soledad rascándose la frente y recorriendo una vez más el camino
largo para así rodear la realidad y hacer caso omiso de la hora que era.
Sin
visitas, invisible y con Nona como única
amiga decidió abandonar su no-hogar y buscar en el bosque un rincón en el que
plantar sus frutas y verduras
disfrutando de paseos infinitos y charlando con los caminantes sobre el tiempo,
los cultivos de temporada y si existía o no la palabra exacta para nombrar cualquier cosa.
Se
acomodó en una cueva y pronto consiguió mantas, utensilios de cocina, algún
libro y otros regalos que le dejaban las personas que pasaban por allí.
Eris no
lo echó de menos. Tardó días en darse cuenta de que el sillón orejero estaba
vacío. Y rió creyendo que Plácido volvería mañana.
Ella no se
perdía ninguna fiesta para luego poder pasar semanas criticando a los
asistentes. También le encantaba sacar brillo a lo inútil y moverse rápido por el
cuarto de la prisa convirtiendo sus agobios en gotas de sudor frío.
En el
bosque, lo que era una cueva abandonada, se convirtió en la morada de Plácido.
Aprendió
a sonreír del todo.
Cada uno de sus gestos era sincero y disfrutaba de todo
aquello que la naturaleza ponía a su alrededor. No se olvidaba nunca de Eris y
engañado por la ilusión, confiaba en que un día ella fuese capaz de visitarlo.
Poco a
poco, todo lo bueno se fue trasladando al bosque, junto a Plácido.
El paso
de los años se encargó de ralentizar el ritmo de sus piernas pero sus sueños
seguían danzando veloces por la cueva.
Eris se detenía a veces tras la
puerta de su casa. Miraba por la mirilla pero no había nadie.
-
Dichosas visitas - gruñía – No les
abriré.
Pero
pasó el tiempo y se dio cuenta de que ya no había visitas. También se percató
de que aunque sus movimientos, gestos y rabietas iban igual de rápido, la
vida, se había detenido. Apenas
diferenciaba el amanecer del anochecer.
El
bosque se fue llenando de gente que prefería crear su hogar dentro de una cueva
y hablar el idioma de los árboles.
Plácido
envejecía feliz. Seguía obsesionado con la búsqueda de nuevas palabras que
anotaba en su libreta pero era consciente de sus confusiones y se conformaba
con recordar el nombre de las comidas, los amigos y los días de la semana.
A sus
amigos no les importaba que les cambiase el nombre ni dudaban jamás de la
autenticidad de sus historias. Cuidaban de él y se esforzaban en que mantuviese
la sonrisa completa practicando a diario.
Después
de los despistes vinieron los tropiezos. Sus piernas estaban también cansadas y
su pulso no era ya firme para mantener la pluma con la que escribía.
Intentó
recoger los frutos del huerto pero la fatiga le obligaba a detenerse.
La ciudad de Eris se quedó sin luz y algunos optaron por el bosque atraídos por las buenas noticias que
algunas mariposas dejaban caer por la ciudad sin apenas detenerse. Otros
viajaron lejos en busca de una nueva vida y de vecinos que abriesen sus puertas
a las visitas.
Plácido, cada día
más cansado se rindió y se tumbó en un cómodo sofá con el fin de que poco a
poco su vida se fuese apagando. Sin fuerzas para hablar aprendió a apretar
las manos de sus amigos y perfeccionó
los abrazos.
Un día se durmió; respiraba inquieto y en el último momento soñó con quedarse.
Nona no
se separaba de él ni un instante, besó sus pies y lloró en silencio para regar
la tierra donde su dueño descansaba. Gracias a la magia, nació un
bello manzano en cuyas raíces Plácido apoyó la cabeza y dejó que su alma
fluyera por las ramas para, a medias,
como a él le gustaba, quedarse.
Para L. porque antes de marcharse, dejó el bosque preparado .
Guauuuu
ResponderEliminarPrecioso, Luisa
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