Foto realizada en Marruecos - Año 2009 |
Sé que un viaje siempre implica movimiento, pero aquel sin embargo, fue
inventado a partir de la necesidad de
una pausa. Había que tomar decisiones importantes y decidí no tomarlas. Quise
pasear hasta alguna parte que no estuviese anotada en mi mapa.
Así llegué a aquel pueblo.
Mientras los turistas deambulaban con la mirada ya apagada, mis pies
parecían conocer a la perfección cada una de las piedras de la calzada que
pisaban por primera vez.
Me detuve al borde de una empinada cuesta y observé cómo un gato gris, caminaba hasta una madeja de lana para
agarrar un extremo con su boca y descender por la pendiente, tirando de la
hebra.
Hay quien es feliz desenmarañando ovillos.
Busqué la libreta para reflejar con palabras aquella imagen.
Siempre terminaba abrazada a la escritura. Le encomendé a ella la tarea de
desenredar madejas y eliminar mis nudos.
El gato se volvió, nos miramos y lo seguí. Adopté su lento paso hasta que
la cuesta desembocó en una plaza con un antiguo convento, además, la madeja estaba ya completamente desliada.
Nos hicimos buenos amigos y utilizando el lenguaje del silencio, con miradas que sirvieron de tildes, nos comunicamos. Incluso le conté un cuento, como símbolo de nuestra
amistad.
Decidimos que nuestro próximo viaje lo haríamos juntos pero Gato se empeñó
en llevar como único equipaje una enorme madeja de lana. El viaje terminaría
cuando ésta estuviese completamente deshecha. Pero las reglas del juego no
acababan aquí.
Insistió en que esta vez ataríamos la lana a la hebilla de mi zapato en
lugar de ser él con su boca, quien eligiese el rumbo.
Me pareció tan absurdo un viaje acompañada de Gato y con el único fin de
que metros y metros de lana quedaran esparcidos por las calles de la ciudad que
acepté sin dudarlo.
Pusimos la madeja dentro de un enorme contenedor de metal y cerramos la
portezuela dejando la hebra en un lateral para permitir su libre movimiento. Até
a mi zapato con un par de nudos el
comienzo del viaje, y empezamos la extraña aventura.
Gato caminó a mi lado y anduve sin más.
Al pasar por el escaparate de una mercería enorme, tuve miedo de que Gato
quisiera entrar para abastecerse de hilos brillantes, lanas u otros utensilios,
pero lo único que le fascinó fue un enorme espejo ovalado que decoraba la puerta.
Por la postura altiva de su bigote, era la primera vez que se veía a sí
mismo.
Yo también me miré; me sentí ridícula a su lado con una hebra de lana atada a mi zapato.
De repente la puerta se abrió y un grupo de jóvenes se detuvo para
despedirse exactamente sobre la hebra de lana.
Hablaban, reían y sus pies parecían haberse paralizado.
Quise acabar cuanto antes con el juego pero me veía obligada a esperar.
No había previsto que el movimiento de mis pies dependiera de otros. Miré a
Gato y me percaté de que mientras yo refunfuñaba por la pausa, él hacía gestos
frente al espejo, retocaba su peinado y jugaba rozando con sus uñas la suave
lana. Seguía disfrutando.
Aquellos veinte minutos se convirtieron para mí en horas.
Desde ese momento decidí alejarme de las zonas del pueblo más transitadas
para evitar inútiles pausas.
Yo solamente quería llegar al final, deshacer el ovillo e incluso a veces
deseaba alejarme de Gato que cada
segundo que pasaba estaba más contento, divirtiéndose con los obstáculos que
una ridícula hebra de lana amarrada a mi zapato, me ocasionaba.
Me alejé tanto de la ciudad que llegamos a un pequeño lago donde un niño jugaba al
balón. Se había distanciado de sus padres que fumaban un cigarrillo
sentados sobre la hierba.
Gato y yo nos acomodamos en el suelo. Sonreí al pequeño que se acercó a
nosotros olvidando el balón que empujado por el viento se deslizó hasta el
agua.
Fui a quitarme los zapatos para adentrarme en el lago y sacarlo.
Recordé la norma principal del juego: no abandonar la lana y por lo tanto, tampoco mis tacones. Como una idiota doblé mis pantalones para no mojarlos y caminé por el borde del lago sobre aproximadamente seis centímetros de tacón y atada a un pedazo de hebra de lana de color verde que por afinidad parecía entretenerse abrazando cualquier hierbajo.
Recordé la norma principal del juego: no abandonar la lana y por lo tanto, tampoco mis tacones. Como una idiota doblé mis pantalones para no mojarlos y caminé por el borde del lago sobre aproximadamente seis centímetros de tacón y atada a un pedazo de hebra de lana de color verde que por afinidad parecía entretenerse abrazando cualquier hierbajo.
De nuevo me pareció ver sonreír a Gato, deleitándose con mis situaciones
incómodas.
Los padres del niño volvieron a la realidad, agradecieron el frugal baño de
mis zapatos y se alejaron los tres mirándome como si estuviese loca.
Gato tosió y escupió una asquerosa bola de pelo, hasta eso parecía hacerle
feliz.
Nos alejamos del agua sorteando matorrales. Poco a poco la tarde dejaba
paso a la noche y la lana parecía infinita.
Volver a casa a dormir detendría el viaje y se convertiría en una tarea
inacabada; descarté la idea.
Como la temperatura era agradable
decidí continuar hasta un parque cercano.
Andar y andar para que la lana siguiese su camino y terminar, terminar
cuanto antes.
Me dolían los pies y no pude aguantar más. Me senté en un banco, me quejé
de lo incómodo que era. Intenté tumbarme en el césped pero tenía miedo de que
algún bicho me picase.
Protesté, refunfuñé, odié a Gato y cuando lo miré vi que se había
encontrado una hoja de periódico en el suelo y la compartía con un ratón
callejero, leyendo bajo una farola un artículo sobre una nueva filosofía
llamada “Slow", qué sabría un gato de
ralentizar la vida.
Dormí solamente cuatro horas y deseé con todas mis fuerzas que todo esto
hubiese sido un sueño, que la lana se soltase o mejor aún, que Gato se fuese
con su amigo Ratón lejos de mí.
Pero no. Abrí los ojos con la espalda dolorida y Gato y Ratón desayunaban
los restos de un bocata que había junto a la papelera.
A partir de ese momento Gato, Ratón y yo caminamos cual estúpidos por el
parque. Se me ocurrió rodear la fuente al menos treinta veces para que el
tiempo pasase, idea contraproducente si deseas evitar miradas descaradas.
Mi orgullo me impedía renunciar al juego de Gato pero llevaba casi veinte
horas agobiada sin apreciar absolutamente nada de lo que hacía. Al fin y al cabo no era nada tan diferente a
mi vida cotidiana pero el hecho de soportar a mis compañeros de viaje, hacerme
la despistada ante las miradas de la gente y preocuparme durante horas de
metros y metros de lana, me incomodaba en exceso.
Miré el reloj, el tiempo no pasaba, tras más de veinte vueltas a la fuente
sentí un calor insoportable. Gato y Ratón compartían sus experiencias en
anteriores viajes. A los dos les parecía formidable inventar juegos que
sirviesen de excusas para iniciar viajes y saborear nuevos senderos, decían
ellos.
De repente me aislé. Los miraba ajena a su mundo. Aquel hermoso lenguaje
del silencio, aquellas miradas que acentuaban cada comentario, cada emoción que
surgía de la amistad… todo despareció.
Había vuelto a atarme, aunque esta vez de una extraña forma.
Me preguntaba cada día mil veces, cuánto tardaría la lana en agotarse.
Dejé de percibir la belleza del entorno, me obsesioné con
terminar aquello. Me abracé a la prisa en lugar de a la escritura y sin mirar a
ningún lado, regresé a las calles pavimentadas, di mil vueltas de un lado a otro,
sin ver, sin sentir, sin volver a hablar con mis compañeros que yo había
convertido en extraños.
Dormí en cualquier parte, rodeé edificios grises, comí sin saber qué comía.
Mis cabellos estaban sucios, mis ojos cansados y sin darme cuenta me encontré de
nuevo en el lago. El lugar había perdido todo su encanto al ser visto tras mi
mirada empañada. Me senté en el suelo, busqué mi reloj, quise mojar mis pies y al contemplar mi zapato me di cuenta de que estaba sucio, con el tacón algo torcido, con
la hebilla casi desprendida y sin la
hebra de lana.
Tampoco vi a Gato ni a Ratón.
Deseé saber si había jugado hasta el final. Deseé retroceder, conocer el momento
exacto en que la lana se acabó, asegurarme de que nadie ni nada la habían
cortado.
Nunca supe si Gato y Ratón habían huido de mí o si la aventura simplemente
llegó a su fin y desenmarañé la madeja.
Caminé hasta mi casa, me até a mi insípida vida laboral e intenté olvidar
aquel juego mientras Gato seguramente, seguiría desenmarañando madejas que nunca
lo amarraban, sin importarle llegar o no llegar.
Me ha parecido muy interesante tu cuento sobre esa persona que no puede huir de su destino. Que desea acabar con lo establecido, que ama la aventura, pero que no tiene la fuerza moral para hacerlo. Porque lo que le ocurre es que en realidad querría ser como Gato. O por lo menos eso me ha parecido a mi. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarCada vez que una escritora explica su cuento, muere un delfín en una galaxia muy muy lejana...
EliminarY besos, claro.
Me encantaría decir ¡Discrepo! pero es que estoy de acuerdo... Al menos no lo explico en el cuento mismo. Mentiré y besos, claro.
EliminarNo creo en el destino. Creo que la vida se la sueña uno, día a día. La protagonista del cuento se ataba a gente , a cosas, a gatos... y mientras lo siga haciendo no será libre. Gato es mucho más feliz, te lo aseguro porque lo conozco :)
EliminarQue listo el gato! Como él no va atado..., Luisa
ResponderEliminarNo, para él como le contó al ratón, el juego es una excusa para el viaje.
EliminarSi no disfrutas de lo que haces, sólo lo haces para demostrarte que, por orgullo, cabezonería o hábito, tienes que terminar de hacerlo, no tiene ningún sentido que lo hagas....Sea lo que sea. Las cosas hay que hacerlas con amor, pasión, consciencia. Mi marcador somático últimamente me marca la pauta si la cabeza entra en bucle. Yo prefiero ser gato. Me gusta tu cuento/reflexión.
ResponderEliminarGracias Ana, por detenerte en estos tiempos de lo breve a leer un cuento "casi largo" Gato sigue viajando sin esfuerzo e inventando juegos que sirvan como excusa para seguir en movimiento. De nuestra protagonista no sé nada... que cada lector le invente un cuento. Abrazos
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