jueves, 15 de octubre de 2015

BORBOLETA


* Imagen de Duy Huynh 

En realidad, no importaba de qué tratara el libro, lo importante era lo que significaba.
Markus Zusak

Habitaba en un escondite vivo. 
Jamás entraba la suciedad, cada cosa ocupaba el lugar correcto. Solía decirme que adoraba mis visitas porque mi inquieta mirada trastocaba todo ese orden espontáneo. El ritmo de mis pies y manos generaba un constante movimiento y sin querer los objetos que conformaban su cuarto terminaban participando en el baile del caos.
Se rompía la simetría, los ángulos rectos se  tornaban agudos y los huecos de las estanterías se llenaban de letras. Durante las primeras horas, yo intentaba mantener todo como lo encontraba al llegar,  pero pronto, me daba cuenta de que ella se alimentaba con mi  porción de alboroto.

Una herida en su alma la obligaba a permanecer  en reposo. Todos sabemos que un arañazo mal curado en citado lugar, podía dejar una cicatriz grave, de esas invisibles, solamente detectables con una gran sensibilidad. No hay peor huella que una triste mirada. Descanso y viento favorable, nos recomendó el sabio ciempiés mientras paseaba sobre la montaña de arena.

Sabíamos que era algo temporal y entre las dos intentábamos disfrutar de la quietud dejando que la imaginación nos ayudara  a viajar a ratos.

Una mañana, Borboleta me pidió que saliese en busca de rotuladores. Me propuse encontrar los mejores colores. La magia debía proporcionar a cada trazo el brillo correspondiente a  la emoción que moviese su mano.
Deseaba colores que perdurasen en el tiempo sin deteriorarse con el jugo de la vida ni con las lágrimas de la muerte. Necesitaba que con una misma punta, el grosor de cada  línea fuese idéntico al que su imaginación inventara.
Recorrí todas las tiendas y visité alguna Escuela de Color. Todo fue inútil. Suerte que mi reloj adquiría un ritmo inversamente proporcional a la trascendencia de la acción desempeñada; así dispuse de tiempo infinito.

Decidí descender hasta el fondo del Pozo de la Soledad, jamás se debía hacer sin antes descartar todas las opciones. En esta ocasión, era el único lugar que me quedaba por visitar.
La escalera era cada vez más estrecha y la oscuridad me asustaba pero ya había bajado en dos ocasiones, además,  la vida me había enseñado a disfrutar de la soledad e incluso a necesitarla.
Acurrucada en el fondo del pozo supe que cualquier objeto  podía ser inventado.

Me concentré para viajar a través de mis imágenes. Mis sentidos se acentuaban y el eco de mi respiración junto con la intensidad del color de cada escena visualizada, me mantuvieron un rato en tensión, hasta que me acomodé a la ausencia de tiempo y espacio, y volé.
Desapareció el miedo y me dispuse a buscar la creación anhelada.

No sé cuánto tiempo pudo pasar según las manecillas de un reloj corriente… En mis manos sostenía  varios rotuladores dignos de Borboleta. Relamí mis labios a sabiendas de que todavía quedaban restos de láudano en las comisuras de mi boca y disfruté con la  caza de historias para ilustrar, tiñendo las empinadas cuestas de ahínco y ensombreciendo los recovecos más turbios con humo de lápiz.
Salí del pozo y caminé feliz hasta el hogar de Borboleta, consciente de  la sonrisa que  vería en su rostro, al entregarle las herramientas.

La felicidad que surge al hacer realidad una ilusión ajena consigue que olvidemos la resaca siguiente al uso de los brebajes en situaciones de magia. Preferí intercambiar unos cuantos días de mi tristeza por hacer realidad los sueños de Borboleta.  Nací escribiendo dramas y me manejo cómodamente entre melancolías y sudor.

Borboleta nada más ver los rotuladores  alteró sus finos labios que bailaron hasta colocar cada uno de los rizos que la caracterizan en el lugar apropiado. Se marchó tarareando una canción que acababa de inventar hasta su taller de ilusiones y allí se puso a colorear su herida.

Trazaba finas líneas de color negro que parecían surgir sin sentido pero que cobraban divertidas formas haciendo cosquillas en su piel. Después rodeaba unas con otras  hasta rellenar toda la zona dolorida. Completado el dibujo, combinó colores brillantes para muy lentamente cubrir todo el hueco que quedaba entre  trazo y trazo.

Como no había ni un ápice de prisa yo me refugié en la cocina para proporcionarle  bizcocho de chocolate con naranja y hojaldres con un ligero aroma a jengibre. También recogía agua fresca de la fuente dónde se lavan las penas, y buscaba melodías alegres para que los diseños no perdiesen el brillo.

Por las noches estiraba bien las sábanas sobre su colchón favorito y dormíamos juntas, deseando que el amanecer nos despertase para seguir con nuestras tareas.

Día tras día, la herida se transformaba. Desde su vientre iba trepando hacia su espalda formando dos enormes pétalos en tonos rosados.  La textura era similar al algodón, lo que le permitía dormir cómodamente. Pronto la creatividad venció al cansancio y comenzó a moverse flotando por todos los rincones de la casa, recuperando su habilidad para volar.

Pasados cuatro meses  recibimos inesperadamente la visita del anciano ciempiés que certificó la recuperación total de Borboleta, permitiéndole bailar entre huracanes (esas fueron sus palabras) si así se lo pedían sus alas.

Yo, pronto finalicé los trámites con  mi última cuota de tristeza y sonreí mientras ponía orden en el cajón de los cuentos para dejar hueco a la próxima historia.

* Para mi admirada R.  que fue capaz de colorear sus heridas hasta convertirlas en alas



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